Ella era mi jardín prohibido, la flor con espinas que me tentaba con su aroma prohibido. Cada mirada era un desafío, cada roce una descarga eléctrica que encendía fuegos en lo más profundo de mi ser. Éramos dos almas navegando en aguas turbias, sabiendo que el amor que nos unía era un camino sin retorno. Nos convertimos en expertos en ocultar nuestro secreto, en bailar entre sombras y susurros, conscientes de que cada encuentro fugaz era como un bocado de fuego que nos consumía por dentro. Amarla en silencio se volvió mi condena, pero preferí arder en su abrazo prohibido que vivir en la mediocridad de lo permitido.
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