Dios me enseñó a amar, y con cada latido de mi corazón, siento su amor fluyendo a través de mí. Pero no puedo olvidar que el prójimo también merece ese amor, así que cada día trato de ser un reflejo del amor divino, dejando en cada sonrisa y gesto, una pequeña chispa de luz que ilumina el camino de aquellos que más lo necesitan. Porque amar a Dios es amar al prójimo, y en ese amor encuentro la verdadera plenitud de mi ser.
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