Cuando abro mi corazón a Dios, siento su amor infinito fluyendo en mí y, como una cascada benévola, ese amor me llena hasta rebosar. Desde entonces, no puedo evitar ver a cada ser humano como un reflejo divino y amarlos incondicionalmente, porque sé que en cada uno de ellos habita la chispa sagrada que conecta nuestras almas. Es así como el amor a Dios se transforma en el amor al prójimo, una cadena de bondad que no conoce límites ni fronteras.
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